La incertidumbre

Dice el diccionario que es la falta de certidumbre y que certidumbre es certeza; y que, por último, certeza es el conocimiento seguro y claro de algo. Por mi parte yo hoy les digo que hace rato que mi única certeza es la incertidumbre. Algo así como que lo único de lo que estoy segura es que no estoy segura de nada. O bueno, solo de unas poquitas cosas que no estoy segura son suficientes para no sentirme a veces en desosiego.

Es que la paciencia nunca ha sido mi fuerte, por más lecciones que la vida me da, por más intentos en enseñarme que la bondad de esperar es bien paga, yo no aprendo y vivo con impaciencia por vivir. Es como que mientras que estoy en el ciclo todo está bien y me lo gozo, pero cuando se acerca el final y es hora de decidir cuál es el paso a seguir, se despierta en mí una impaciencia por la incertidumbre.

Porque para mí que la impaciencia y la incertidumbre van de la mano. Finalmente la incertidumbre se crea en consecuencia a esa espera por algo. Ese estado de expectativa por lo que sea que vaya o no a pasar. Por las miles de opciones que me dan rondas en la cabeza. Por las consecuencias, lo que cada una de ellas va a producir por consiguiente. Porque yo quisiera estar preparada para ello. Y tener la libertad de ocupar mi mente en hacer que todo salga bien con aquello que finalmente va a ser la realidad; y no estar perdiendo mi tiempo en ilusiones y planes mentales pendejos que en caso de que no salgan, ya van a estar ahí, igual, para recordarme por un buen tiempo que no pudieron ser.

Y entonces ahí encontramos dos tipos de incertidumbre. Una un poquito menos peor que la otra. Porque una es cuando esa incertidumbre depende solo de ti. De que dejes la indecisión y des el paso, para un lado o para otro pero lo des. La cosa es que suena muy fácil, pero no lo es. Se los digo yo que incluso ‘teniéndola clara’ todos los días me despierto con una duda nueva. Todos los días espero que algo más pase para reconfirmar esa decisión y un día tener la valentía y determinación de gritárselo al mundo. O bueno, a la persona que le corresponda saberlo.

A veces incluso me siento desagradecida porque al contrario de alegrarme por tener muchas y muy buenas opciones; reniego y anhelo el tener solo una, a la que bien o mal tendría que acoplarme, aceptar y vivir. Luego pienso en que ojalá mis pensamientos no me pasen cuenta de cobro, me retracto y vuelvo al punto inicial de estar decidiendo. Pero bueno, eso es ya otro cuento. El punto es que esta incertidumbre está en tus manos y durará lo que tú quieras que dure, entonces no es tan malo (pero tampoco fácil) como parece.

Por el otro lado está la incertidumbre que depende de otros. Cuando literal estás ‘colgando en manos de alguien más’. Esperando que esta persona sea la que tome esa decisión que indudablemente te afecta a ti. Entonces en esta no hay mucho que puedas hacer más que esperar. Esperar. Esperar. O como yo, para nada recomendable, des-esperarte. Y en mis ratos de desespero me pregunto qué hago aquí esperando impaciente por alguien más. Qué hago esperando algo de alguien. Acaso no me enseñaron mil veces que la vida es mejor cuando no esperas nada de nadie. Acaso no me explicaron que el amor duele menos cuando no esperas. Acaso no tengo claro que doy sin esperar recibir nada a cambio ¿Entonces qué hago aquí esperando? De dónde viene esta incertidumbre y por qué.

Pues amigos, viene después de un suspiro con el que estoy agachando la cabeza y aceptando que aunque no me gusta esperar. Estoy esperando. Y lo estoy haciendo no solo por alguien más para poder tomar pequeñas (y pendejas) decisiones en mi futuro inmediato. Sino que también estoy esperando por mí misma para tomar grandes y transcendentales decisiones, que está vez puedan estar tan claras que alcancen si quiera a transformarse en acciones. Estoy esperando más de mí misma para que la próxima vez no esté como hoy, en esta incertidumbre, esperando algo de alguien.